martes, 1 de mayo de 2007

Mi tío abuelo, Jacobo Chester

No tengo muy en claro cuándo me dijeron que tengo un familiar que está desaparecido, víctima del golpe de Estado de 1976. Se llamaba Jacobo Chester y era el único hermano de mi abuelo.
El primer recuerdo que me viene a la cabeza fue el de mi mamá contándomelo y yo preguntándole por qué se lo habían llevado. La versión de mi madre fue que una noche llegaron al hospital algunos guerrilleros heridos y él los atendió. Pero pocas veces más hablé del tema con mi familia: de cómo lo secuestraron, por qué, cuándo. Tal vez haya sido porque no me animaba a preguntar por temor a sensibilizar a mis abuelos, a mi mamá o a quién le podría haber tocado mi pregunta. Tal vez era que me consideraban muy chico o que no me iba a importar. En fin; ahora sí lo sé, porque me lo contaron.
Con motivo de la realización de esta nota, entrevisté, aunque suene raro, a mi abuelo. Cuando le comenté de que se trataba la idea, me contestó, ante mi sorpresa: “Cuando quieras”. Lo cité en un bar del barrio de Villa Crespo y sin ningún tapujo empezamos a hablar.
La experiencia de la entrevista fue extraña. Por un lado estaba enfrente de mi abuelo, Pedro, al que conozco desde siempre, pero a la vez era mi entrevistado, el hermano de un desaparecido. Me dijo que le preguntara lo que se me ocurriese y que me iba a contestar sin compromisos. Era raro.
Mi abuelo me contó que su hermano trabajaba en el hospital Posadas, en Haedo. Que lo secuestraron en su casa, a 15 cuadras del hospital, delante de su esposa Marta y de su única hija, Zulema, que en ese momento, el 24 de noviembre de 1976, tenía 12 años. Me dijo que el testimonio de Zulema lo puedo encontrar en el libro que hizo la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), Nunca Más. En el libro iba a poder saber, por qué se lo llevaron (una de las tres versiones que pude encontrar), en el testimonio que brindó, durante el juicio a las Juntas Militares, una compañera de Jacobo en el hospital, la enfermera Gladys Cuervo. Mi abuelo me dijo que un militar estaba manoseando a Cuervo en un baño y que Jacobo la defendió, a lo que el militar le dijo con total impunidad: “Pelotudo, sos boleta”. Al día siguiente lo “chuparon”.
A partir de ahí la historia es conocida: Hábeas Corpus para mi abuelo un “recurso de rigor” en estos casos; recorrido por el Ministerio del Interior, comisarías, hospitales. Y los resultados también son conocidos; mientras los familiares esperaban alguna respuesta de parte de las instituciones, recibían el “consuelo” de los empleados de que eran los únicos en la misma situación. Cinismo puro.
Un día de 1977, mi abuelo no puede precisar cuál, a las 7 de la mañana, un subteniente, eso sí es preciso, le llevó un documento con el membrete del Ministerio del Interior, que decía que encontraron un cuerpo en el río y que tenía que reconocerlo. Era el de Jacobo. Estaba atado con alambre, pies y manos. Lo encontró la Prefectura, en Olivos; pero no se lo dieron.
También con la excusa de realizar esta nota, me encontré con la hija de Jacobo, Zulema. La experiencia fue muy similar. Cuando la llamé para acordar una entrevista, me respondió igual que mi abuelo: “Cuando quieras”.
Zulema me recibió en su departamento. Con la misma o tal vez con más soltura que la de mi abuelo para hablar del tema, empezó a contarme cómo es para ella tener a su padre desaparecido. Y aclara, “Desaparecido, no me hago cargo de que esté muerto porque los asesinos no fueron juzgados y hoy están libres”.
Mientras que su hijo Ariel, de tres años, toma la chocolatada y despedaza unas madalenas, Zulema me cuenta la vida que hacía su padre. Trabajaba de lunes a viernes por la mañana en la Capital Federal y los viernes y sábados por la noche en la guardia del hospital, algo que, según ella, a él le encantaba.
La última versión que tengo sobre el por qué del secuestro de Jacobo fue que él vio a un “swat” llevarse las pertenencias de una persona que estaba internada de la enfermería y envió un informe a la administración.
Los “swat”, me cuenta Zulema, eran un grupo parapolicial que creó el coronel que intervino el hospital para mantener el “control y el orden” o mejor dicho, imponer el terror y crear la política del silencio. En su mayoría, los “swat” eran ex miembros de las fuerzas de seguridad, exonerados por mala conducta o mal desempeño. En pocas palabras: lo peor de lo peor. Ellos, recuerda, fueron los que entraron en su casa a las 4 de la mañana, la noche en que secuestraron a Jacobo. Ellos, empleados del hospital. Los mismos que se cruzaba por los pasillos cuando iba a visitar a su padre o a su madre, que también trabajaba allí, en la farmacia.
La explicación de por qué se llevaron a mi tío abuelo, Jacobo Chester, la estuve buscando en mi mamá, su sobrina; en mi abuelo, su hermano; y en mi prima segunda Zulema, su hija. Los tres me contestaron cosas distintas, pero coincidieron en que ninguno estaba seguro de la razón. Él no tenía militancia política, era apenas “simpatizante” de la UCR; era un tipo completamente altruista y muy amigo de sus amigos; era un padre de familia. Me cuesta hacer esta pregunta, como si realmente hubiese un motivo válido o legítimo de por qué “chuparon”, torturaron y asesinaron a 30 mil personas. Entre ellos a Jacobo Chester, mi tío abuelo, papá, hermano, tío, hijo, trabajador, hincha de Racing, radical, amigo de sus amigos.
Pareciera que preguntando “por qué” estuviese justificando el secuestro; como decía la propaganda de la máquina de exterminio nazi, de Joseph Goebbels: “Mate a un judío y a un ciclista”. O preguntando “por qué” justificase la propaganda de la máquina de exterminio del gobierno militar: “El silencio es salud” o “por algo será”.
Ahora entiendo. Para esos tipejos que hicieron lo que le hicieron, no hay perdón que valga, de nadie.

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